El naufragio del Wilhelm Gustloff, la mayor matanza de la historia del mar

El buque insignia de la marina civil alemana fue hundido en 1945 por un submarino soviético en el Mar Báltico. Murieron 9.343 personas, seis veces más que en el naufragio del Titanic. La gran mayoría eran civiles que escapaban de la guerra.

Ilustración del ataque del S-13 al Wilhelm Gustloff el 30 de enero de 1945 en aguas del Mar Báltico.

Nevaba de manera intermitente y el mar encrespado presentaba el aspecto lóbrego del Báltico en los días nublados de invierno. Alemania había perdido ya toda esperanza de ganar la guerra y la imagen que ofrecía el puerto polaco de Gdynia aquella mañana del 30 de enero de 1945 era la perfecta síntesis del ocaso tenebroso que afrontaba el nacionalsocialismo: horizonte cerrado, viento glacial y riadas de seres humanos marchando en silenciosa procesión hacia un destino incierto. 

Era cuestión de tiempo, muy poco, que los últimos soportes del III Reich se vinieran abajo, poniendo fin a uno de los periodos más ominosos de la historia universal. El avance implacable del Ejército Rojo desde Prusia Oriental ofrecía una única y peligrosa salida a través de las oscuras aguas del Mar Báltico a las decenas de miles de refugiados que se concentraban en las inmediaciones del puerto. 

El comandante en jefe de la Kriegsmarine, Karl Dönitz, había aceptado a esas alturas de la contienda que la misión esencial de sus menguantes fuerzas navales no podía ser otra que procurar la salvación de la población alemana del este de Europa. La evacuación recibió el nombre de Operación Aníbal y a ella se destinaría hasta el último barco con pabellón germano que quedara a flote.

Dönitz, a quien la historia tenía reservado el amargo trago de rubricar la capitulación alemana tras el suicidio de Hitler, pidió a los aliados que permitieran el tránsito seguro de aquellos buques. La respuesta, recuerda el historiador naval Craig Symonds (autor de La Segunda Guerra Mundial en el mar), fue negativa ante la sospecha de que las naves podían ser utilizadas para transportar tropas que habían participado en la ocupación de los estados bálticos. 

Hacía sólo tres días que había sido liberado el campo de exterminio de Auschwitz y el mundo no conocía todavía el nivel de depravación humana alcanzado por el nazismo, pero era evidente que las potencias aliadas no tenían ya por entonces la menor intención de ser compasivas. Hamburgo había sido borrada del mapa en 1943 y faltaban dos semanas para que tuvieran lugar los bombardeos de Dresde que reducirían a cenizas la Florencia del Elba

UN COLOSO CONSTRUIDO POR ORDEN DE HITLER

Uno de los barcos destinados a la evacuación de Gdynia (Gotenhafen en su denominación alemana) era el transatlántico Wilhelm Gustloff, un coloso de 208 metros de eslora construido por orden directa de Hitler y botado en marzo de 1938 con el fin de ofrecer a los obreros alemanes la posibilidad de disfrutar de travesías de placer y cruceros a precios populares. Su nombre rendía homenaje a uno de los líderes del partido nazi suizo que había muerto un año antes en Davos por los disparos de un estudiante judío. 

La botadura del Wilhelm Gustloff fue todo un acontecimiento nacional en 1938.

Joseph Goebbels, ministró de Propaganda del Reich, convenció al führer de la conveniencia de renunciar a que el buque llevase su nombre, según se había previsto al inicio del proyecto, dado que en aquel momento interesaba mantener viva la llama del atentado de Davos como parte de la estrategia para propagar el ansisemitismo entre la población alemana. Hitler aceptó la sugerencia y, sin saberlo, evitó así que el mayor naufragio de la historia marítima -seis veces más grande que del RSC Titanic- fuese conocido también por su nombre. Esta circunstancia contribuyó a que, pese a la descomunal magnitud del suceso, mucha gente no haya oído hablar jamás del Wilhelm Gustloff ni de las 9.343 personas, en su mayoría civiles, que hoy se sabe perecieron en su hundimiento. 

La suerte del Gustloff estuvo echada desde el mismo momento en que su capitán civil, Friedich Petersen, decidió poner rumbo a aguas profundas en lugar de bordear la costa para evitar los ataques submarinos, como había recomendado el comandante militar Wilhelm Zahn. No se sabe a ciencia cierta qué ocurrió en el puente de mando. Cabe imaginar a ambos marinos analizando las mejores opciones sobre la mesa de cartas o discutiendo airadamente hasta que uno de ellos logró imponer su criterio y autoridad; está claro, sin embargo, que aquella resolución de Petersen fue el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que marcarían el destino trágico del Wilhelm Gustloff y sus más de 10.000 pasajeros.

Imagen aérea del Wilhelm Gustloff antes del inicio de la guerra.

Symonds sostiene que Petersen -como ocurriría tiempo después con el USS Indianapolis en el Pacífico- optó por prescindir de ciertas maniobras evasivas, lo que le habría llevado a cruzarse en la derrota de un submarino soviético especialmente necesitado de notoriedad: el S-13 del capitán de corbeta Alexander Marinesko, un oficial conocido por su poco apego a la disciplina, su afición al vodka y, en general, su actitud gañanesca. Marinesko, de hecho, estaba al mando de aquella nave porque la Armada Soviética no había encontrado un sustituto con la mínima experiencia para gobernarla; se trataba de un buen marino, qué duda cabe, pero no contaba, ni mucho menos, con el aprecio de sus superiores.

Friedrich Petersen temía que al navegar cerca de tierra el barco se expusiera a sufrir ataques de aviones o a colisionar contra alguna mina. Los dos comandantes a bordo, que lograron sobrevivir milagrosamente al naufragio, no se pusieron tampoco de acuerdo sobre la velocidad adecuada para sortear la amenaza submarina. Zahn era partidario de llevar el barco al límite para alcanzar una velocidad de crucero de 16 nudos en su ruta a Kiel. Petersen se negó en rotundo a superar los 12 por temor a que la maltrecha estructura del Wilhelm Gustloff -que ya había sufrido un ataque aéreo- no soportara el sobreesfuerzo. Es imposible saber si esos cuatro nudos de diferencia hubiesen cambiado el curso de los acontecimientos.  

El Wilhelm Gustloff fue detectado a las nueve de la noche tras encender sus luces de navegación para evitar la colisión con un supuesto dragaminas alemán cuya presencia en la zona había sido notificada por radio. En aquel momento, Petersen había cometido ya tres errores: navegar fuera del abrigo de la costa, hacerlo a una velocidad inferior a la que le permitían sus máquinas y -si bien de manera fugaz- revelar su posición en la oscuridad al menos indicado de sus potenciales depredadores.

El destello tuvo la suficiente duración como para que uno de los vigías del S-13 lo detectara. Contrariamente a lo que mucha gente  cree, los submarinos de la Segunda Guerra Mundial pasaban la mayor parte del tiempo navegando en la superficie, como los barcos convencionales, desde donde realizaban los avistamientos de sus objetivos. Aquellos buques operaban con motores diésel y necesitaban aire para funcionar. Las inmersiones, por lo general, eran cortas y se realizaban con propulsores eléctricos, menos eficientes pero más silenciosos. Una vez lanzados los torpedos, que no siempre explotaban, quedaban muy expuestos al contraataque de las fuerzas de escolta. Pero, más allá de cualquier riesgo, la naturaleza insustraíble de un submarino es cazar barcos, como la de un lobo es degollar ovejas.

SEIS MINUTOS PARA EL IMPACTO

El reloj Kirovskie marcaba las nueve y dos minutos de la noche. Alexander Marinesko golpeó el cristal con el mugriento dedo índice de su mano derecha, como si fuera un barómetro. Un gesto absurdo para comprobar que la maquinaria seguía funcionando. Le costaba controlar sus emociones y mantener el contacto con la realidad. El aire a bordo había alcanzado una densidad desconocida. Sus glándulas olfativas se habían reactivado de repente y le resultaba imposible sustraerse al olor a tripa revuelta y sentina que lo ocupaba todo. Los rostros de sus tripulantes parecían más demacrados que nunca.

El agua del Báltico en invierno puede estar por debajo del punto de congelación
Todo esto era cierto, claro. Las condiciones de vida a bordo de un submarino son penosas en cualquier circunstancia. Pero se asumen y normalizan después de casi seis años de guerra. ¿Qué le estaba pasando, pues, al capitán Marinesko? ¿Por qué, de repente, acusaba las impresiones propias de un novato? ¿Por qué desconfiaba del funcionamiento de las máquinas más precisas y, con ellas, de sus propias capacidades? ¿Por qué sudaba y tenía la boca seca?

El S-13 avanzaba a toda máquina en superficie a 18 nudos en medio de la oscuridad, intuyendo por el través de babor la figura colosal de su presa. Más de 200 metros de eslora, una pieza digna de un héroe de la Unión Soviética, una oportunidad única para limpiar las manchas de un expediente poco ejemplar.

El submarino había sobrevivido a los graves desperfectos ocasionados tres años atrás por las fuerzas navales finlandesas. La propaganda soviética habló entonces de una resistencia de su casco a 200 cargas de profundidad mientras se encontraba posado, con el timón roto y sin gobierno, en el lecho marino. Un relato exagerado, seguramente, como casi todo lo que surgía de la maquinaria de desinformación bélica, aunque, más allá de pretéritas fantasías acerca de lo que un cilindro de acero es capaz de soportar, lo cierto es que allí estaba el S-13, ya en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, navegando entre las enormes olas del Mar Báltico y a escasos minutos de situar en el punto de mira de su lanzadera al mayor buque de transporte de la Alemania nazi, el transatlántico Wilhelm Gustloff, un objetivo demasiado preciado como para no asumir el riesgo de abatirlo contraviniendo una de las más elementales normas de la guerra submarina: no dispares con la costa situada a tu espalda. O dicho de otra forma: si decides atacar sin tener mar abierto para tu retirada, asume el riesgo casi suicida que ello comporta.

El encendido de las luces para evitar una colisión marcó el destino del buque
Marinesko volvió a consultar su reloj. Esta vez resistió el instinto de golpear el cristal. Aquel irrisorio gesto de contención emocional le sirvió para comprender que sus pensamientos estaban en vías de normalizarse y que su determinación ya no aceptaría ninguna enmienda. Su olfato se había readaptado al hedor del submarino y las facciones de sus tripulantes acababan de recobrar la dureza angulosa con la que los ilustradores del Partido representaban a los héroes de la Armada soviética en sus carteles. Observó la carta y calculó mentalmente el tiempo que necesitaba para tomar la delantera a su presa. No había vuelta atrás. Sus opciones se repartían, en porcentajes no muy claros, entre la muerte y la gloria.

-O la gloria póstuma -se dijo Marinesko tras introducir en la ecuación de sus divagaciones la imposibilidad de no acertar en algún punto de los más de 200 metros de eslora del Wilhelm Gustloff y a la vez perder la vida como consecuencia de la respuesta del torpedero que lo escoltaba. 

Pasase lo que pasase, sería a las nueve y diez de la noche. En punto. A esa hora Alexander Marinesko daría la orden que lo convertiría en héroe, villano o cadáver. O en las tres cosas. En el momento de adoptar esta fatídica resolución se obligó a no consultar otra vez su reloj, pero no pudo resistir la tentación de dar un largo trago de vodka a su inseparable petaca. Sus nervios se estaban templando, pero no tanto. El segundero avanzaba implacable hacia el momento justo del disparo. 

EL DISCURSO DEL FÜHRER

Hitler acababa de terminar su discurso radiofónico. Su voz había sonado más monótona y lejana que nunca, ininteligible en la mayoría de las cubiertas del Wilhelm Gustloff. En otras circunstancias, la soflama del führer hubiera supuesto la paralización de cualquier actividad y a su conclusión nadie se hubiera atrevido a no mostrar entusiasmo, pero los pasajeros no estaban a esas alturas de la guerra por la labor de celebrar una efeméride tan baldía como la llegada de los nazis al poder un 30 de enero de 1933

La patética celebración de aquel funesto aniversario representaba el cierre de un círculo. El sueño -pesadilla para muchos- que había empezado doce años atrás con el advenimiento del nacionalsocialismo estaba próximo a su fin y la travesía del Wilhelm Gustloff tenía todos los visos de ser una fiel metáfora de ese concreto momento.  

-Todo a nuestro alrededor se hunde -pensó premonitoriamente Wilhelm Zahn apenas unos segundos antes de que el primero de los cuatro torpedos lanzados por el S-13 -y de los tres que hicieron blanco- alcanzara la proa del Wilhelm Gustloff. 

Recreación del Wilhelm Gustloff momentos antes de irse definitivamente a pique.

Petersen y Zahn se cruzaron una efímera mirada. No hubo tiempo para ningún reproche. El segundo impacto se produjo en el sector de la piscina interior del transatlántico, drenada para que pudiera servir de improvisado hospital, segando prácticamente de cuajo la vida de 372 enfermeras embarcadas para atender a los soldados heridos. Todos sus pacientes y un número indeterminado de otros pasajeros también perecieron a consecuencia de esta brutal explosión. En medio del caos, los todavía supervivientes escucharon una tercera detonación. Este último torpedo cortó el suministro eléctrico y añadió el inconveniente de la oscuridad a una situación ya de por sí desesperada. Los eternos 44 minutos que el Wilhelm Gustloff tardó en irse a pique transcurrieron entre tinieblas y gritos de angustia. Muchas de las 9.343 personas que murieron en el mayor naufragio de la historia lo hicieron por hipotermia. La temperatura del agua en el invierno báltico puede estar por debajo del punto de congelación.

ALFOMBRA DE MUERTOS

Uno de los 1.239 sobrevivientes del hundimiento fue Heinz Schön, un joven de 17 años que había recibido instrucciones de registrar a los pasajeros antes de la partida del Wilhelm Gustloff. Pronto desistió de cumplir con el encargo, desbordado por la avalancha de refugiados. El buque había sido concebido para albergar a no más de 1.400 personas con todas las comodidades de un crucero de placer, pero la cifra se multiplicó por siete en su última singladura. El testimonio de Schön, recogido años después del desastre, es el vívido relato de cuán  anárquica y cruel puede llegar a ser la lucha por la vida:  

-Uno debe imaginarse a 10.000 personas intentando subir a las cubiertas exteriores todas a la vez. La gente acudió en masa a las escaleras, y los que cayeron no pudieron levantarse nunca más. La masa pasaba por encima de esas alfombras de cuerpos sin vida. Yo también intenté llegar a las escaleras. Estaba metido en el caos, entre mucha gente. Debajo de mí ya no notaba la gente que estaba tendida. Era como si me llevaran en brazos, porque no se podía decir que caminara. Pareció durar una eternidad, aunque sólo fueron minutos. Cuando llegué a la cubierta superior a través de una puerta abierta, empujado por la muchedumbre, vi el escenario de la tragedia con las luces tenues del alumbrado de emergencia. Todo estaba cubierto de hielo. Uno no podía caminar erguido por la escora del barco, porque no era posible. Sólo se podía hacer agarrado a la barandilla. La proa ya se encontraba cubierta por el agua y estaba totalmente destruida por el primer torpedo. El puente de mando emergía delante del abismo. De la proa sólo se veía una parte. La otra estaba totalmente doblada.

Dibujo del Wilhelm Gustloff posado en el lecho marino tras el naufragio.

La narración de Heinz Schön es aún más cruda desde la perspectiva del bote salvavidas al que consiguió subir mientras el Wilhelm Gustloff zozobraba en medio de la noche:

-Cuando estaba en el agua, sólo veía cabezas. No se podía saber quién estaba vivo. En mi bote éramos 35. A las cuatro y media de la madrugada, cuando fuimos rescatados, habían muerto 30. Los cadáveres eran arrojados por la borda. Yo mismo presencié cómo una niña se salvó en el último instante: “¡No,por favor, no me tiréis, aún estoy viva!”. Me gustaría saber cómo se sintió el comandante ruso que disparó a nuestro barco. Sobre todo me gustaría saber cómo era la atmósfera que se respiraba a bordo, si gritaron de júbilo cuando nos hundieron. ¿Tenían la sensación de haber llevado a cabo una gran gesta? Esto es lo macabro de una guerra. Creer que se ha hecho algo bueno a costa de la muerte de los otros. 

CON PENA Y SIN GLORIA

No cabe duda de que Marinesko y sus hombres celebraron el hundimiento del Wilhelm Gustloff. Era lo habitual a bordo de aquellos sarcófagos de acero, concebidos para tal fin, fuese cual fuese su bandera. Apenas unos días después, el 10 de febrero de 1945, el S-13 mandó a pique un segundo transporte de la Operación Aníbal, el buque General von Steuden, matando a otras 4.500 personas. 

Sello conmemorativo con el rostro de Alexander Marinesko.

El capitán de corbeta Alexander Marinesko estaba convencido de que ambas acciones le convertirían en Héroe de la Unión Soviética, la máxima distinción de la Rusia comunista, pero la realidad fue muy distinta: su carácter conflictivo y su alcoholismo no encajaban con el perfil de adalid de la patria diseñado por los propagandistas del Partido. Sus “méritos de guerra” apenas fueron reconocidos en vida con una medalla menor. En 1949 fue acusado de apropiación indebida de bienes del Estado y sentenciado a tres años de reclusión. Cumplió la condena en un campo de la península de Kolyma, donde compartió celda con antiguos miembros de la policía alemana. No había pasado ni un lustro desde el ataque pretendidamente glorioso al Gustloff  y su destino estaba torcido para siempre. De Siberia, como él mismo reconocería en los últimos años de su vida, no se regresa indemne:

-Me pusieron con ladrones y esbirros de la policía nazi. Me raparon y me trataron como a un animal. Me lo robaron todo. El jefe del barracón, un ex colaborador de los alemanes proveniente de los alrededores de Leningrado, era tan brutal como un SS. Se había rodeado de una pandilla de truhanes que trabajaban para él y se dedicaban a quitarnos la poca comida que nos daban una vez al día.

Al salir del presidio, Marinesko ya no podía regresar a la Armada. En 1955 pasó a sobrevivir como un indigente en la estación del recién creado metro de Leningrado. Murió en 1963 de un cáncer de garganta, consumido por el alcohol, solo y olvidado. Al cumplirse 50 años de la Gran Guerra Patria, con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en plena fase descomposición tras la caída del Muro de Berlín, le fue otorgada a título póstumo la gran medalla que tanto había ansiado, lo que no pudo evitar que su figura siga irremediablemente asociada a la mayor matanza de civiles perpetrada jamás en la mar. 

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