AZUL DE ULTRAMAR

SABINA PONS

Padre mallorquín, madre alemana. He crecido junto al Mediterráneo. Soy licenciada en Ciencias de la Información y Graduada en Historia del Arte.

Un respeto

La Ola, del pintor ruso Iván Aivazovski, replica la impotencia de quien se enfrenta a la naturaleza más hostil

La Ola (1889), de Iván Aivazovski. Óleo sobre lienzo. Museo Estatal de Arte Ruso.

Hace unos años, quizás cinco o seis, acompañé a mi amiga Nani a pescar. Era una hermosa tarde de finales de septiembre y el sol aún calentaba en aquel rincón escarpado cercano a Portals Vells. Al cabo de un par de horas, el cielo oscureció, cayeron cuatro gotas y se levantó un viento que arrugó el mar en un instante. Recogíamos nuestras cosas a toda prisa cuando vi cómo el anorak de mi amiga pasaba volando por delante de mis narices y caía al mar. «Me tiro y te lo recojo en un momento», dije y me lancé de cabeza al agua. No lo pensé. Nadé unas brazadas, pero el anorak escapó. Nadé unas brazadas más, pero una ola lo empujó unos metros. Cuando al fin lo alcancé estaba cansada.

Con el anorak trabado en el bañador comencé a nadar hacia la costa, que se veía bastante lejana. O las olas habían aumentado de tamaño en unos minutos o mi cansancio las magnificaba, pero el hecho es que cuando por fin llegué adonde Nani me esperaba apenas conservaba el resuello. Fue entonces cuando me di cuenta de que no podría salir de ahí: las olas rompían contra las rocas, afiladas y negras, que se elevaban medio metro sobre mi cabeza. Unos turistas se acercaron a toda prisa, Nani estaba desencajada, reparé en unos jóvenes que buscaban, ansiosos, un lugar entre las rocas desde el que ayudarme. Algo andaba muy mal, estaba claro. «Tengo miedo», le dije a mi amiga. Fue la primera vez en que percibí el mar como un ente amenazante, casi con pensamiento propio; un gigante sin empatía que tiraba de mi tobillo y que iba a deglutirme en un abrir y cerrar de ojos, con la misma displicencia con la que yo aplastaba una hormiga con el dedo. Me mantuve a flote diez angustiosos minutos hasta que de la nada apareció un socorrista que me arrastró a una cala, mucho más próxima de lo que yo pensaba.

 Siempre que recuerdo ese día se proyecta en mi mente el enorme lienzo de Aivazovski, el gran pintor de marinas del siglo XIX, nacido a orillas del mar Negro. El cuadro mide tres metros de alto por cinco de ancho y replica en cada curvatura de las olas y en cada penacho de espuma la impotencia de quien se enfrenta a la naturaleza más hostil, la angustia del que se sabe atado a la vida solo por un hilo tan fino como el de pescar. 

Si el anverso de mi idea del mar son los lienzos luminosos y calmos de Sorolla, el reverso son los cuadros de naufragios de Aivazovski. Miro La Ola y oigo el viento golpeándome en los oídos y un escalofrío sube por mi columna vertebral. Esas transparencias color aguamarina me hielan la sangre. Así eran los románticos del XIX, siempre a la búsqueda de la emoción, tratando de despertar en el espectador una reacción psíquica. Ya no les interesaba lo bello, como en los siglos anteriores, ahora iban más allá y aspiraban a lo sublime, «la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir», según el filósofo Edmund Burke.

Un respeto, parece decir el mar de vez en cuando, irritado por tanto chapoteo inocente y tanto velomar y tanto niño en manguitos. Un respeto, humanos, no bajéis la guardia porque mi fuerza es capaz de generar, en un segundo, la experiencia más intensa de soledad, peligro e infinitud que hayáis conocido. 

Aivazovski fue invitado a la ceremonia de inauguración del Canal de Suez, la obra de ingeniería que soñaron los faraones y que conecta el mar Rojo con el mar Mediterráneo, en 1869 y fue el primer artista en pintarlo.

El artista armenio fue un gran viajero. En 1843 quiso conocer España y recorrió Madrid, Granada, Cádiz, Sevilla y Málaga. El puerto de esta última ciudad le inspiró este encendido lienzo.

A los veinticinco años pintó La bahía de Nápoles a la luz de la luna, cuadro elogiado por un ya consagrado Turner. Ambos autores se conocieron en Roma en 1842.

Todavía hoy, Ivan Aivazovski es uno de los pintores más populares y reconocidos en Rusia y Ucrania. En 2016 Ucrania acusó a Rusia de apropiarse de una cuarentena de obras que pertenecían al Museo de Feodosia.  El año pasado, los ucranianos denunciaron un supuesto saqueo del Museo de Arte de Jersón, en el que colgaban lienzos del pintor armenio.

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