Dejamos atrás el peor año de nuestras vidas. No necesariamente a nivel individual, pues no cabe duda de que muchas personas han experimentado con anterioridad pérdidas personales peores a las acaecidas este 2020, pero sí como colectivo. Creo que estarán de acuerdo con esta afirmación todos los integrantes de las generaciones posteriores a la Guerra Civil. ¿Qué les voy a contar que ustedes no sepan? Más de 70.000 ausencias irremplazables e irrecuperables; negocios quebrados; familias separadas; millares de empleos perdidos; un año sin abrazos, sin celebraciones, teniendo que mantenernos firmes y concentrados en una esperanza para la que la realidad, terca, no nos daba motivos. El año de las excepcionalidades que jamás pensamos vivir: de los toques de queda, de los confinamientos, de las mascarillas; en definitiva, de la limitación de las libertades más elementales, aquellas que dábamos por sentadas, como derechos irrenunciables bajo cualquier circunstancia, y que hoy hemos aprendido a apreciar como verdaderos tesoros.
Y en este punto quiero detenerme. En el aprendizaje. Algunas cosas, en efecto, las hemos aprendido por imperativo de esta maldita pandemia. Quizás ahora sepamos diferenciar más claramente lo urgente de lo importante, lo sustancial de lo accesorio. Es éste un efecto positivo fruto de una colosal desgracia, acaso el único. La cuestión es si será duradero. Espero que pronto salgamos de dudas, pues significará que hemos regresado a la normalidad, que la vacuna funciona y que la humanidad ha conseguido acorrarlar al virus, dando por sentando que derrotarlo por completo es del todo imposible.
En los últimos siete meses se deberían haber aprendido muchas cosas, y ciertanente ha habido momentos en los que ha parecido que iba a ser así. En este tiempo se han abierto debates importantes que convendría no abandonar en cuanto los aviones vuelvan a aterrizar en el aeropuerto de Son Sant Joan. Uno de ellos ha sido la incorporación preferente del sector náutico al modelo económico balear; no como sustituto, pero sí como complemento del turismo. La sociedad ha tenido ocasión de comprobar cómo, incluso en los momentos más duros del encierro, mientras todo se venía literalmente abajo, la náutica industrial mantenía, aunque ralentizada, su actividad. Y ha visto que tal vez ha llegado el momento decisivo de dejar de darle la espalda al mar; de apostar de una vez por todas por una economía en la que la náutica ocupe un lugar preeminente.
Para que esta certidumbre no caiga en el olvido se han de dar toda una serie de condiciones: la primera, y más importante, que las autoridades –aunque sólo sea una parte de ellas– dejen de criminalizar a los navegantes, y que si persisten en esta actitud, la respuesta sea inmediata y contundente; la seguna es que las distintas asociaciones renuncien a sus batallitas subsectoriales y actúen como un solo cuerpo, que asuman su condición de grupo de presión y exijan el respeto que merece un colectivo tan importante en número y en generación de riqueza (un empresario náutico es hoy tan importante como un hotelero); la tercera es reclamar, sin más demora, el reconocimiento de la náutica como un sector industrial claramente definido; y el cuarto, no cejar ni un segundo en la demanda de unas condiciones fiscales razonables que hoy no se dan.
A ver si esta lección tan presente en tiempos de pandemia supera la futura normalidad.