El coronavirus no es un problema español. Mucho menos es un problema del sector náutico o marítimo. Es un problema mundial que coloca a la humanidad ante uno de los mayores retos de su historia. ¿Tiene sentido hablar de su repercusión en nuestro pequeño mundo de barcos, puertos y regatas? Sí, sin duda lo tiene. Y mucho. Porque nuestro deber es, en estos momentos tan excepcionales, informar a nuestros lectores de aquello que mejor conocemos, y sumarnos a la importante labor conjunta que desarrollamos los medios de comunicación y los periodistas, cada uno desde su especialidad.
El coronavirus ha paralizado prácticamente la actividad en España. El decreto de estado de alarma aprobado por el Gobierno limita la libre circulación de las personas y contempla la posibilidad de sancionar a quien incumpla las normas de confinamiento. Los colegios, las tiendas, los bares, los restaurantes y los centros de ocio están cerrados. La población debe permanecer en sus casas, salvo para desplazarse al trabajo. Y, como consecuencia de todo ello, la economía se está hundiendo. Esta maldita enfermedad no solo mata; es además un torpedo en la línea de flotación del país. Nos enfrentamos a una nueva y devastadora crisis que, según advierten muchos analistas, podría ser aún que la de 2009-2012.
La actividad náutica, que está principalmente destinada al recreo, se encuentra totalmente paralizada por el decreto. Los clubes náuticos han cerrado y la flota permanece amarrada en los puertos. Todas las regatas de vela y piragüismo han sido suspendidas (incluso el Princesa Sofía, una de las más prestigiosas del mundo). Los deportistas que llevan años preparándose no saben si podrán participar en los Juegos Olímpicos.
Las escalas de los cruceros que llenan nuestras calles de turistas y generan un impacto de más de 200 millones de euros al año han sido canceladas. Sólo los pescadores profesionales y los buques mercantes pueden seguir navegando. Y menos mal que es así: Baleares recibe el 99% de sus productos a través de los puertos de Palma, Alcúdia, Ibiza, Mahón, Son Blanc y Formentera.
En los varaderos aún se permite la actividad laboral con una serie de restricciones que, en muchos casos, son imposibles de cumplir. ¿Cómo garantizar, por ejemplo, la separación de dos metros entre operarios que trabajen en la sala de máquinas o la cabina de un yate)? Las empresas de chárter, muchas de las cuales han llegado a esta crisis en una situación muy delicada debido a la competencia desleal y la piratería, dan la temporada por perdida. En el extremo opuesto, los suministrados de alimentos a yates están teniendo que redoblar sus esfuerzos ante la enorme demanda que ha desatado el estado de alarma.
La gran pregunta es qué podemos hacer ante un panorama tan desolador. Ojalá tuviera una respuesta más allá de confiar en que la situación mejore gracias a la unidad de todos los ciudadanos. Soy optimista. Veo a mi alrededor gestos de solidaridad e implicación profesional que me demuestran que, más allá de su Gobierno, España es un gran país que da lo mejor de sí mismo en los momentos difíciles. Ahora, más que nunca, se puede decir que nuestra nación es un enorme barco y que todos sus ciudadanos formamos su tripulación. Estoy segura de que estaremos a la altura de las mejores gentes de la mar y de que pronto España volverá a navegar. Pero de momento quedémonos en casa.