A estas alturas ya no deberían caber dudas de que los objetivos de descarbonización que la Unión Europea ha impuesto a sus estados miembros son una amenaza para la sostenibilidad económica y social. Decir esto no significa negar el cambio climático ni estar en contra de las energías renovables, sino constatar una realidad: nuestra actual dependencia de los combustibles fósiles no se podrá revertir en el plazo de seis años (antes del famoso 2030) y será necesario replantearse los compromisos utópicos que los políticos han impuesto a las sociedades occidentales sin tener en cuenta el desarrollo científico, tecnológico y logístico que ha de hacer posible su cumplimiento.
No es necesario que les hable del elevado precio de los vehículos eléctricos, de la dificultad para encontrar puntos de recarga y de su autonomía limitada (por no referirnos a la ausencia de un plan para reciclar las baterías que los propulsan o el peligro que representa transportarlos en las bodegas de los buques) frente a las prestaciones muy superiores que ofrece cualquier coche convencional. Este es un problema que todo el mundo conoce y que, como he dicho, difícilmente se podrá resolver en el corto plazo.
Sí que es muy importante hablar, y hacerlo de una manera clara, de la delicada situación que afrontan las compañías navieras, obligadas desde principios de este año a pagar un impuesto verde europeo por el exceso de emisiones de CO2 siempre que recalen en territorios de más de 400.000 habitantes, lo que, por ejemplo, incluye a la isla de Mallorca.
Estas compañías, que realizan una labor estratégica y vital (más del 95% de las mercancías que recibe Baleares llegan por mar y las restantes lo hacen por el aeropuerto), querrían contaminar menos y ahorrarse la «ecomordida» de la UE, qué duda cabe, pero sencillamente no pueden hacerlo porque no existen hoy alternativas energéticas libres de emisiones para las máquinas que mueven los grandes buques mercantes. La electricidad es cara e ineficiente, el gas natural licuado no es una alternativa válida a largo plazo porque ni siquiera es neutro, la energía eólica significaría regresar a la era preindustrial de los clippers y pailebotes, y no parece que la idea de construir mercantes atómicos (ya probada en los años 60 y recientemente recuperada por China) vaya a ser del agrado de quienes han metido al mundo en esta peligrosa carrera por la descarbonización.
Es solo cuestión de tiempo que las leyes del mercado empiecen a operar y que el sobrecoste impuesto por la ensoñación verde de la Unión Europea se repercuta al final de la cadena, es decir, en el ciudadano. Como bien explicaba Gabriel Dols en su tribuna del mes pasado en Gaceta Náutica, la sostenibilidad ha de ser social y económica, no sólo medioambiental. Provocar un encarecimiento de los productos de primera necesidad por obstinarse en cumplir unos objetivos irreales no tiene nada de sostenible.
Lo lógico, en este momento de transición, sería apostar por las tecnologías híbridas que tan buenos resultados han demostrado en el sector de la automoción, y que los motores duales, capaces de funcionar con diferentes tipos de combustibles, introduzcan progresivamente fuentes de energía limpias o neutras en carbono, como recomienda el ingeniero naval Rafael Velasco en nuestra información destacada de este mes. Lo contrario es encomendarse a una falsa retórica de la que sólo pueden sacar provecho los cazadores de fondos.
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