Esto de los límites de la soberbia, parte de mi inconcluso poema al mar, me acomete cuando salgo a navegar sin ningún plan definido, simplemente por el placer de hacerlo, una rutina que para mí tiene algo de ceremonia. Llegando a la bocana del puerto comienzo a izar la mayor; a medida que lo hago, se escucha, mezclado con el chillido de alguna gaviota, el gualdrapeo de la baluma y el tintinear de los garruchos contra la relinga del mástil.
Es una dicha alejarse de la costa, lejos del mundanal ruido. Cazamos escotas, el velero escora y comienza a tomar camino. Como navegamos de bolina, nos enfrentamos a una pequeña pero obstinada marejada de infinitas olas iguales pero distintas. Navegar siempre fue una actividad sencilla que insufla un aire de libertad, de espacio abierto que pertenece a todos y a la vez a nadie, pero parece ser que actualmente hay quienes quieren hacerla desaparecer, apropiándose de los puertos y vilipendiando a los navegantes.
Ya dijo Heráclito, hace 2.500 años, que «lo único constante es el cambio». A tenor de todo lo que está ocurriendo, decir que el mundo náutico está cambiando, para peor, es una evidencia. Hasta estos últimos años, una conversación entre dos navegantes versaba sobre cruceros emocionantes, aventuras en puertos lejanos, una manera segura de fondear, una regata perdida en el último momento, cómo conservar la comida fresca o una nueva manera de empacar el spinnaker.
Ningún deporte, oficio o técnica posee un lenguaje tan humano, amplio y tradicional como el de navegar, heredero de la parla mediterránea usada durante siglos por marineros y comerciantes que surcaban el Mare Nostrum, compuesta por términos castellanos, mallorquines, franceses, provenzales, genoveses, italianos, venecianos, árabes o neogriegos. Una cultura ancestral está presente hasta cuando hacemos firme un cabo en una cornamusa.
Navegando todos somos Jasón y los Argonautas en el Argo, nos tapamos con cera los oídos en el barco de Ulises; yo me fui por la borda con Palinuro, el piloto de la nave de Eneas, que mientras timoneaba se quedó dormido, trasluchamos y la botavara nos arrojó al mar; estuve adujando cabos de esparto en un barco fenicio; cacé las escotas de la mayor latina del jabeque correo del capitán Toni; soy la mano de Cervantes; en Menorca cosí el juanete y el velacho bajo de la fragata La Mahonesa.
En la actualidad, se acabaron las aventuras, las conversaciones en el varadero se han vulgarizado y rozan un mercantilismo de supervivencia: el costo del amarre, los seguros, los recambios de motor y electrónicos o el cambio de bandera española por alguna extranjera. Se acabó el romanticismo.
Si creemos que los problemas que tenemos ahora son asfixiantes para la actividad de la vela en general, esto va a peor. Los clubes no sobrevivirán con las normas portuarias actuales y necesitan un reconocimiento explícito a aquello que los hace indispensables. Los náuticos, base de la vela en Baleares y de la afición por la náutica, están condenados a la extinción si no se contempla legalmente sus características especiales. Todo lo que se ha intentado hasta la fecha son sólo parches. Esto tiene que ser evaluado por gente que entienda de lo que se está jugando y con la intención de corregirlo, y no por un tinterillo de turno, refutadores de la historia y la cultura del mar, que en su ignorancia criminalizan a los navegantes.
Como me dijo mi amigo Juan Poyatos, si no nos dejan ni fondear, comeremos nuestros bocadillos al pairo y seguiremos navegando, que todavía nos faltan muchas millas y aventuras para llegar a Itaca.