No recuerdo un fin de año tan desapacible como el que acabamos de pasar. Cientos de millones de personas han transitado de una manera totalmente atípica los 10 días en los que despedimos un año, recibimos otro, y cumplimos protocolos sociales por afecto, obligación o conveniencia. Hace un año un chino se tomó una sopa de murciélago y terminó internado, y hoy nos bombardean con cifras que ya sólo significan, para la mayoría, la posibilidad de poder ir a un restaurante, a un concierto o a una estación de ski.
Borges definió las estadísticas como «resumir con veracidad», pero estas cifras, tan fáciles de manipular, se han transformado en cantidades carentes de certeza, instrumentos de justificación de medidas tomadas casi al azar, a ver si hay suerte y vamos controlando al bicho. Admitamos que ya no nos embaucan tanto como lo hicieron en marzo o abril, mientras el montaje del hospital de campaña en IFEMA fue un ejemplo donde técnicos en paro dieron una muestra de solidaridad y saber hacer y el ejército estuvo a la altura.
Creíamos entonces que en unos meses todo iba a volver a la normalidad, que los turistas volverían en masa y asistíamos a un gobierno más entretenido tirándose los trastos que protegiendo a sus gobernados, no salvándose de ello ningún partido. Y entonces, salió a luz otra palabra de esas del bestiario político: la desescalada. Y salimos tímidamente a la calle, ocupamos terrazas reducidas, volvimos a los restaurantes de siempre y a los centros comerciales, conmiserándonos de aquellos comercios que ya no estaban por no haber podido superar la falta de actividad durante el confinamiento.
Nos relajamos un poco para encontrar de vuelta esos meses perdidos, olvidar la angustia, juntarnos con quienes forman parte de nuestra vida fuera de casa. Y entonces cayeron en saco roto las promesas y su prima, la esperanza. Los ERTEs no aparecían, España era todavía zona de riesgo, los turistas llegaban con cuentagotas a unas Baleares de bares y restaurantes cerrados, sin tiendas de suvenires, y estaban obligados a hacer las comidas en el hotel donde residían. Poco tardamos en asumir el panorama: adiós temporada turística.
Los locales fuimos a la playa de a poquito, nos tomamos las cañas veraniegas en horarios prestablecidos, refrescándonos el garguero pero sin ponernos a tono, con tanto impedimento y diversión castrada, y seguíamos sin terminar de matar al bicho, y viendo como grupos de personas dejaban de tener cuidado y no querían utilizar las mascarillas o montaban fiestas. Me hacía recordar al suicidio masivo de algunas sectas.
Llegó la segunda ola y todavía no sabemos hacer otra cosa que separarnos. Esta ola es mucho mayor que la primera, los números ya no impresionan, casi aburren. Hace un mes que nos alimentan con la solución de la vacuna, esperanza que nos durará hasta mayo, porque el resultado dista de ser inmediato, y sin embargo allí estamos, aguantando como se puede, mostrando una entereza y una dedicación de las que muchos ignorábamos ser capaces.
Nos ayudamos aunque sea manteniéndonos distantes, nos damos afecto con palabras. Y los nautas, industriales o practicantes seguimos al pie del cantil, saliendo a tomar aire fresco de mar en cuanto se puede, los puertos deportivos personificados más que nunca en antesala al paraíso marino. Y las asociaciones como ANAVRE, ADN o ANEN siguieron trabajando (y consiguiendo resultados) para mejorar la situación de la náutica en un país que sin llegar a despreciarla, no la quiere. Observo y veo que somos un ejemplo a escala de lo bueno que nos deja el virus: esa capacidad de sobreponerse, de tirar para adelante, de sentirse unidos. No aflojemos.