Llega la temporada alta. Este año lo hace con buenas expectativas a pesar de la crisis económica que se atisba en el horizonte (quien no la esté sufriendo ya). El Salón Náutico Internacional de Palma vuelve a sus mejores cifras y, aunque faltarán barcos nuevos debido al retraso en las entregas por la falta de materiales y a la paralización de algunas fábricas, todo apunta a que será un año aceptablemente bueno. La náutica parece ir por derroteros distintos a los de otros sectores, pero no cabe confiarse. Nadie ni nada es ajeno a lo que está ocurriendo en el mundo: lo único que cambia es el momento en el que cada uno debe hacer frente a la tormenta. Hay que estar preparados para rizar el aparejo en cualquier momento.
Hoy no quiero hablarles de economía ni de coyunturas. Al fin y al cabo, lo que ocurra con el mercado no es algo que se pueda prever con total certeza y mucho menos controlar. Quiero aprovechar ese plus de lectores que nos ofrece esta edición especial del Salón Náutico de Palma, nuestra ciudad, para exponerles el que yo creo que es el principal problema del sector de la náutica de recreo en España. Me refiero, por supuesto, a su imagen.
Un año más –dado que nada ha cambiado desde las temporadas anteriores– los aficionados a la mar volverán a ser los protagonistas involuntarios del verano en muchos medios. El comportamiento incívico de una minoría será puesto como paradigma del conjunto y los navegantes que rocen con sus anclas las praderas de posidonia o simplemente se considere que pueden afectarlas con el borneo (apenas un 5% del total inspeccionados en 2021) serán señalados como culpables absolutos de la degradación del medio ambiente. Cuando el colectivo ‘antibarco’ ya no tenga otra cosa a la que agarrarse, escucharemos a menudo la palabra «saturación» sacada de contexto y utilizada como un mantra.
En definitiva, las mismas entidades que se han mantenido sospechosamente silentes respecto a los vertidos de aguas residuales al mar, a las que ha faltado tiempo para salir en defensa de la concejal de Palma acusada de delito contra el medio ambiente porque es de su cuerda (qué dirían si fuese de un partido rival), volverán a la carga, como hacen cada año, y el sector náutico, atomizado en decenas de asociaciones que libran sus pequeñas batallas sin preocuparse de los problemas estructurales, soportará la campaña de satanización de cada temporada. Sin hacer nada. O sí: lamentándose de la injusta incomprensión de las gentes de tierra adentro, los medios y la opinión pública en general. Como si fuera una batalla perdida.
Cada año, la náutica pierde terreno en este ámbito. Algunos colectivos, como el de los pescadores de recreo (páginas 4 y 5), empiezan a darse cuenta de que el inmovilismo no ha servido para nada. Se les sigue criminalizando. Han quedado fuera de las reservas de interés pesquero (donde sí está permitida la pesca profesional), han visto drásticamente reducidas sus cuotas y empiezan a preguntarse si en una década quedará en el Mar Balear algún lugar donde poder practicar su afición. Pero esto no es ni siquiera lo peor: los pescadores están «mal vistos» por la sociedad porque se les ha colgado inmerecidamente la etiqueta de «depredadores», «furtivos» e «inconscientes». Revertir esta imagen es muy difícil. Y lo mismo ocurre con los navegantes. El sector tiene que combatir las mentiras que le perjudican ante la sociedad y exigir respeto.