Muchos de ustedes habrán realizado alguna guardia nocturna, no les cuento nada que no sepan. Pasar toda o parte de la noche en vela es lo mejor y lo peor, una responsabilidad donde hay tiempo para que te asalten todos los demonios.
El sol cae y en los últimos 20 minutos se oculta detrás de unas nubes; nos quedamos sin poder ver el rayo verde. A cambio, las nubes pasan de naranja a salmón para acabar siendo malvas. En levante ya no se aprecia apenas nada. Consultamos las pantallas y al levantar la vista por encima de ellas es de noche, de forma súbita. Bajamos el brillo, activamos el modo nocturno y nos quedan diez minutos para observar como el pequeño arco iluminado en el horizonte se desvanece. Una luz encendida en otra habitación.
Ya asoman las primeras estrellas, la luna está menguante pero todavía queda para que salga. Me giro hacia la popa, busco la Osa mayor, tiro una recta que pase por Dubhe y Merak, localizando la estrella Polar y parece que sí, que navegamos directos hacia el sur. Si siguieramos la línea podríamos distinguir la W de Casiopea. Volveremos a ella y veremos como rota en el cielo a lo largo de la noche, a 15 grados por hora.
Una hora en la noche, las estrellas principales han salido y se puede distinguir la Vía Láctea. Sólo queda pasar 11 horas más, rezar para que la mar no suba. Ya me he puesto casi toda la ropa de abrigo. El oleaje golpea la amura de babor y deja el barco fino de sal y de humedad. Hay unas luces en el horizonte, pero no se puede distinguir nada.
Hay que pasar el tiempo, cruzas conversaciones, miras las pantallas para asegurar el buen avance de la embarcación, comes algo. Piensas. Recuerdas otros viajes. Echas mano de la literatura. ¿Cómo debe ser una guardia de verdad en el Indico a lo que dé un velero? Otro roción y te viene a la memoria Mar Cruel y las corbetas de la clase Flower que eran muy mojadas, ¡en el Atlántico Norte!
Una hora más, nueve millas menos, ocho por ciento del recorrido hecho, tanto por llegar, seis horas para que sea de día y tan sólo cinco para que claree.
El frío se cuela por las perneras del traje de agua, aprieto los velcros, cruzo las piernas y pienso que maldita gracia la mía que sólo así me siento vivo, navegando, sin ningún techo sobre la cabeza. Bibliotecario tendría que ser y no un tío con cuatro capas de ropa, gorro y guantes aquí en medio de ningún sitio.
Miras hacia el este sureste y puedes distinguir algo, pero no lo suficiente para decir que ves el horizonte, afinas la vista y va llegando el día. El mar se calma y aprovechamos para frenar un momento, izar el pabellón de cortesía, adecentar el barco que está cubierto por una capa de sal y oler la costa. El sol sale, damos gas y llegamos a destino.