La crisis del coronavirus ha hecho que debamos replantearnos muchas cosas. Ningún otro suceso había mostrado con tanta crudeza la vulnerabilidad de la civilización occidental, porque, por desgracia, las epidemias llevan años azotando a los países del tercer mundo. Si algo nos ha demostrado esta pandemia, es que somos muy frágiles. En todos los sentidos. No estoy segura, sin embargo, de que vayamos a aprender la lección. Los humanos somos seres de costumbres y reincidentes en el error.
Todas las crisis sanitarias precedentes se han desarrollado con un patrón casi idéntico al del Covid-19. Basta ver la euforia que se ha desatado tras el estado de alarma. Como si no hubiera pasado nada (y eso que sólo hace tres meses que en España morían mil ciudadanos al día) y como si nada pudiera volver a pasar.
Se dice, de hecho, que lo peor está por llegar. Al menos en lo que concierne a la economía. Que los meses de septiembre y octubre serán muy duros, especialmente en Baleares, donde la temporada turística no alcanzará ni un tercio de su volumen habitual y muchas pequeñas y medianas empresas que ahora penden de un hilo desaparecerán. El sector náutico no será ninguna excepción. La mitad de sus empresas están en ERTE.
Con el cierre de cada verja se echarán a perder los sueños de muchas personas que han dedicado sus vidas a levantar esos negocios. Tendrán que volver a empezar de cero. Algunos ya tuvieron que hacerlo tras la crisis del 2008-2012 y viven el presente como un siniestro déjà vu. Acuciados por las deudas y desvelados por el futuro de sus trabajadores. Porque sí, los empresarios se preocupan por sus empleados, de los que se sienten responsables. Quien les venda lo contrario les está mintiendo. Créanme.
Ya sé que no les estoy describiendo un panorama alentador, pero de nada sirve insuflar ánimos sin una base. Mejor ser realistas y exigir soluciones a quienes han elegido liderar nuestras sociedades a través del ejercicio de la política o de la función pública. No vale esconderse ahora, ni lanzar cortinas de humo para que el vulgo se entretenga en debates estériles.
Su deber es gestionar esta crisis, para lo cual deben empezar por abandonar sus torres de marfil y bajar a la arena. Hacerse cargo de lo que en realidad está ocurriendo y tomar medidas. Para eso fueron elegidos y para eso se les paga. Por eso han cobrado su sueldo mientras muchos compatriotas perdían todos sus ingresos. Y por eso en julio les espera esa paga doble que los autónomos no saben ni qué es. Nadie dijo que sería fácil ni que no les tocaría enfrentarse a una epidemia global. Están ahí para lo que venga. Y han de estar a la altura.
Si hablamos de náutica, y más concretamente de náutica en Baleares, las medidas no pueden ser otras que reducir la presión fiscal y desburocratizar los procesos administrativos. Por eso es tan grave, y tan insolidario, que los políticos que forman el consejo de administración de la Autoridad Portuaria de Baleares ni se plantearan suspender la implantación de un tasazo que no tenía sentido antes de pandemia y que ahora se revela como la irrefutable prueba de que quienes nos gobiernan y dirigen viven en otro planeta. O carecen de sentimientos. Una de dos.