Caminaba hacia el boat show de Fort Lauderdale, puntero en EEUU por tamaño, fama e importancia. Me alojaba en un motel barato a unos 1000 metros del show, lo que me permitía moverme caminando, y así conjurar experiencias pasadas de taxis inexistentes, colas kilométricas de coches y aparcamientos más caros que el resto de los gastos del día.
Al cruzar las calles a lo largo del Seabreeze Boulevard podía ver el mar encrespado, como el que muchas veces describe Hemingway en sus novelas: marejada con corderitos bien definidos, ola de dirección confusa y agua de color marrón en la costa, pasando a un celeste lechoso que, oscureciéndose de a poco, se afirma en el azul profundo que recuerda que la corriente del Golfo no debe tomarse a la ligera.
La brisa empujaba el bochorno a unos 20 nudos y hacía el tiempo respirable mientras las palmeras saludaban hacia el Sur, cautivas del viento. Mi última visita a este evento fue hace 25 años, después de cuatro años de participar del Fort Lauderdale Boat Show (FLIBS) cuando vivía en Holanda y veníamos a ver las novedades, sobre todo en electrónica naval. METS estaba naciendo tímidamente, compartiendo el RAI año por medio con Europoort, Mónaco acababa de empezar bajo la batuta del visionario Luc Pettavino. La única fuente de datos de superyates era el Woods Report, carísimo y el recorrido casi obligado de la industria era Düsseldorf, Génova, Fort Lauderdale y Niza. En Düsseldorf todavía no se había construido la nave 6, la de superyates, y el miércoles del salón la aseguradora Pantaenius organizaba una fiesta en el Yacht Club de Düsseldorf a la que se asistía por rigurosa invitación.
En la fiesta se proyectaba un vídeo de unos 45 minutos sobre la construcción de un nuevo yate, la historia de un astillero o alguna regata de alcurnia. Eran obras de Tom Nitsch, quien ha creado posiblemente las imágenes más bellas de la industria náutica. Esa fiesta, con aforo muy limitado por lo pequeño que era el club, era el punto de encuentro de la elite de la náutica de ambos lados del Atlántico. Allí estaba el grupo de Lurssen con Jorg Beiderbeck a la cabeza, quien se refrescaba con el 20% de todo el alcohol existente, algún holandés de Fedship, Toni Castro, Bill Tripp, los de Pantaenius, Frank Neubelt y unos cuantos capitanes de yates punteros de la época. Era un evento predecible, y para quienes eran invitados, justificaba la ida a Düsseldorf. Allí se charlaba de nuevos proyectos, información no pública del ambiente, ofertas de colaboración, pero no era un lugar para hacer negocios sino un punto de encuentro donde surgían, o no, oportunidades.
Yo tuve la suerte de ser invitado porque colaboraba bastante con los de Lurssen. Fue una posgraduación, una escuela social. Nadie se fardaba de sus habilidades, no era necesario, todo el mundo se conocía y, si había pasado el filtro de la mujer (Undine) del dueño de Pantaenius, era aceptado y bienvenido. Después de la primera invitación, le envié flores a Undine. Me localizó ya en Palma (los móviles estaban empezando) y me dijo que le parecía fantástico y terrible que un recién llegado le enviara flores,y fuera el primero que lo hacía en todos esos años. Pasé a la categoría de invitado permanente. Su marido me llamó unos días después y me agradeció que Undine hubiera estado de un humor excelente durante varios días. Llegamos a conocernos bastante bien e hice algunos peritajes para ellos.
No teníamos móviles, poco Internet, ni Zoom ni Teams. Pero fue una época que disfruté vivirla. Hasta hoy.