Se ha recurrido mucho estas últimas semanas a la famosa frase del ex presidente de la Generalitat de Cataluña Josep Tarradellas sobre que «en política se puede hacer todo, menos el ridículo». Algunos compañeros periodistas han recurrido a ella para sintetizar el papelón que el alcalde de Palma, José Hila, nos ha endosado a todos los mallorquines con el asunto de los cambios de calles. La concatenación de disparates ha sido histórica, nunca mejor dicho.
El primero ha sido acusar de «franquistas» a héroes de las batallas de Trafalgar (1805) y Cuba (1898), cuando ni el franquismo ni el fascismo existían. El segundo ha consistido en atribuir la medida al hecho de que los almirantes Churruca, Gravina y Cervera habían dado nombre a buques de guerra «franquistas», cuando la realidad es que dos de ellos combatieron del lado de la República e incluso formaron parte de la flota que hundió el crucero nacional Baleares. El tercero ha sido basar el cambio del nomenclátor de Palma en la obra de un ‘experto’ que confunde las batallas de Trafalgar y Lepanto. Y el cuarto no haber sabido callar a tiempo, abriendo un debate extemporáneo e innecesario que se sabía perdido de antemano. Porque no se puede ir contra los hechos ni hacer bandera de la ignorancia, por mucho que la mentira forme parte del ejercicio de la política actual.
La rectificación del alcalde, paralizando la medida y devolviendo a los almirantes las calles que en justicia les fueron dedicadas, llegó demasiado tarde. El ridículo se había propagado con el implacable acelerante de las redes sociales y no afectaba ya sólo al propio alcalde, ni siquiera al equipo de gobierno del Ayuntamiento, sino, por extensión, a todos los ciudadanos de Palma.
No se trata ya de que el político de turno no haga el ridículo, lo cual no pasaría de ser su problema, sino de que nos lo haga hacer a los demás. La imagen de una ciudad depende en gran medida de estas cosas. Lo que más me ha molestado de este asunto, sin embargo, no es toda la sucesión de errores antes citados. Lo grave es que no haya tenido ninguna consecuencia; que quienes se han propuesto cambiar la historia a la medida de sus ensoñaciones no hayan tenido el menor reparo en extender el estigma del fascismo sobre personajes –en este caso de la mar, y por tanto de nuestra competencia– que fueron anteriores al advenimiento de esta ideología y que destacaron, precisamente, por ser liberales e ilustrados, el perfecto antagonismo de lo que supuso muchos años después el franquismo.
La descripción que Galdós hace de Cosme Damián Churruca en los días previos a su muerte sobre la cubierta del San Juan Nemopuceno debería haber bastado para que la famosa comisión de memoria histórica que propuso dejar al almirante sin su plaza en el barrio de Son Armadams depusiera su enfermiza obsesión por calificar de franquista todo lo que conlleve la idea de España. Pero para eso les hubiera hecho falta leer Trafalgar, lo que es seguro que no han hecho.
El triste episodio nacional de las calles de Palma es la suma de una peligrosa mezcla de sectarismo e ignorancia, los dos ingredientes esenciales del totalitarismo. Porque lo que de verdad irrita de todo esto es que nos quieran dar lecciones de historia y de democracia unos presuntos asesores que cobran del erario y se caracterizan por no dominar ninguna de estas dos materias. Por eso es tan grave lo que ha ocurrido y por eso los responsables deberían ser apartados de sus cargos.