No es cierto que el sector náutico no esté sufriendo las consecuencias de la crisis del Covid-19; tampoco lo es que la situación se pueda comparar con la de otros sectores como el turismo o la oferta complementaria, que han cerrado la peor temporada de su historia y, lo más preocupante, no saben todavía a qué atenerse.
Las cosas pueden seguir yendo mal y no parece que la vacuna vaya a estar lista a corto plazo ni que, cuando por fin llegue, signifique el final inmediato de la pandemia. Ya nadie habla de recuperación en «V» y es imposible saber a ciencia cierta cuando se retomará la normalidad sobre la que se sustenta nuestro modelo económico. Me refiero a la vieja, a la de antes.
Como decía, la náutica ha sufrido menos, pero no cabe descartar que el mantenimiento de una cierta actividad sea producto de la inercia. Los clubes náuticos y marítimos, según la encuesta que publicamos este mes en el suplemento Club de Noticias, estiman la caída del tránsito en torno al 40-45%, aunque de momento mantienen sus ingresos por los amarres de base. Las cifras deben ser similares en las marinas, donde la oferta de restauración tiene más peso y, por consiguiente, las pérdidas podrían ser superiores.
Es decir, que los puertos deportivos salvan los trastos gracias a sus amarristas. Si la crisis se alarga en el tiempo (como ocurrió en 2008-2012), es seguro que la morosidad empezará aflorar y que los puertos deportivos y recreativos necesitarán oxígeno para superar el temporal. Es algo que se puede prever fácilmente. Las autoridades portuarias, ya sean estatales o autonómicas, deberían plantearse la posibilidad de reducir los cánones para incentivar la actividad económica, pero ya sabemos que no será así.
Una cosa es decir que el sector náutico es estratégico, como hacen todos los políticos, y otra cosa muy distinta es creerlo. Baste recordar que los ingresos de los cánones del año pasado se utilizaron para tapar el agujero de los Servicios Ferroviarios de Mallorca (SFM), en lugar de reinvertirse en los propios puertos autonómicos o en incentivar el acceso al mar.
La excusa para no ayudar nunca al sector náutico se basa en dos aspectos. Por un lado están los prejuicios ideológicos, contra los que es imposible luchar en estos tiempos de trazo grueso. Por otro, la creencia de que «funciona bien», aun cuando pierde casi la mitad de sus ingresos por tránsito (puertos) o sufre caídas cercanas al 35% en la actividad de reparación y mantenimiento de yates. Esa sensación de invulnerabilidad de la náutica es la que hace que nuestros políticos no tengan mejor ocurrencia que instaurar un «tasazo» por trabajar en los puertos del Estado en plena pandemia, no quieran ni oír hablar de rebajar los cánones o no den rápida respuesta a una demanda tan lógica como permitir que barcos en leasing puedan disfrutar de un amarre de gestión directa y, de paso, fomentar la compra de embarcaciones y la renovación de la flota. En definitiva, estimular un sector que, por fortuna, está vivo.
No es que la náutica no requiera apoyo porque ha sobrevivido a lo peor de la crisis del Covid-19 (si es que ya ha pasado, que lo dudo), sino todo lo contrario. Es el momento de apostar por ella como nunca antes se ha hecho, con incentivos, para que sea el nuevo motor de la economía balear. Ojalá alguien con poder vea esta oportunidad.